miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los mendigos de Nápoles

Me desperté más temprano de lo necesario, estaba tan excitado que apenas dormí. Me arreglé con calma y me comí los crispies, y como todavía me sobraba tiempo empecé a recoger las cosas de mi madre. No sé que haré con ellas pero tengo claro que no quiero que la casa se convierta en su mausoleo. Cuando llegué a la parada del autobús todavía tuve tiempo de fumarme dos cigarrillos.
Normalmente siempre aprovecho el trayecto hasta la fábrica para dormir un rato más, pero estaba tan despejado el miércoles que aproveché para observar al resto de compañeros. La mayoría dormitaban, dando cabezazos al unísono a izquierda o derecha. En la primera fila estaba Tito, uno de los chavales de mi equipo. Subió en la parada que sigue a la mía y, aunque me vio, se sentó sin decirme nada, sacó un libro y se puso a leer. Todavía había muy poca luz, y dudo que pudiera entender nada, pero le hacía parecer distinto a los demás. Dos paradas después el libro descansaba en sus rodillas y su cabeza se balanceaba al compás.
Al llegar a la fábrica saqué un café de la máquina y me fui al despacho. Tenía reunión con mi equipo. Todas las mañanas nos reunimos a primera hora para planificar el trabajo del día. Yo sabía que quería hacer algo diferente, pero no se había ocurrido nada todavía.
Fueron llegando con cuentagotas, ocupando sus lugares alrededor de la mesa redonda que ocupa casi toda la habitación. Tito venía con su libro, y lo dejó en la mesa junto a su infusión. Todos los demás tomábamos café.
Viéndolos sentados a mi alrededor recordé el texto de Rusell, y me sentí como el viajero que se encontró en Nápoles a doce mendigos tumbados al sol y ofreció una lira al más perezoso. En mi equipo el premio más deseado era la tarea de revisar las propuestas de mejora del departamento de “Incoming”. Trabajaba allí un grupo de becarias que aportaban ideas continuamente y revisar todas sus propuestas significaba un día tomando cafés en buena compañía. Solo me faltaba elegir al mendigo más perezoso y entonces entro Nacho. Veinticinco minutos tarde, saludó sonriente, los ojos rojos, cansados, pero felices. El muy cabrón había pasado una buena noche. Se mereció el premio. El resto de mendigos se lo tomaron bastante mal. Tendría que haberme dado cuenta, ese fue el error que me perdería.

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